Información general
Manuel Alvar Ezquerra in memoriam
De: Ángel López García (Universidad de Valencia)
El pasado día 3 de abril de 2020 falleció Manuel Alvar Ezquerra, conocido catedrático de universidad especializado en lexicografía. Al poco tiempo empezaron a aparecer necrológicas en los periódicos y en los órganos de expresión de las sociedades científicas a las que pertenecía, en las cuales se glosaban los hitos más importantes de su carrera. No tengo nada que añadir a dichos obituarios y, además, lo que pudiera decir, sobre redundante, ni siquiera sería una información de actualidad. Pero por eso mismo quiero centrar las líneas que siguen en lo que representó la figura de Manuel Alvar Ezquerra para nuestra filología. Las ciencias se nutren de tradiciones, no consisten en una sucesión de figuras relevantes (de “genios”, como gusta decir la gente), sino de lo que Thomas Kuhn llamaba paradigmas. Un paradigma es un conjunto de problemas a los que se intenta dar respuesta y que remonta a una serie de verdades aceptadas que no se cuestionan hasta que dicho paradigma es sustituido por otro y tiene lugar una revolución científica. Estos estados de ciencia normal se edifican gracias a las contribuciones de muchos investigadores y su sucesión puede constatarse en casi todas las ciencias. También en lingüística, donde se han sucedido, desde que nace como ciencia en el siglo XIX, una media docena de paradigmas: comparativismo, descriptivismo, estructuralismo, generativismo, cognitivismo. Pero esto, que vale para casi todos los niveles de análisis (fónico, morfológico, sintáctico…) no se cumple en el nivel léxico. La razón es que el vocabulario consta de muchas más unidades de análisis que los demás niveles. Una lengua suele tener entre veinte y treinta fonemas, así como varios centenares de morfemas y de esquemas sintácticos, pero maneja miles de palabras, unas cinco mil en su vocabulario básico y unas veinte mil en el ampliado, aunque las grandes lenguas de cultura, el español entre ellas, lleguen a atesorar más de cien mil. Estudiar el vocabulario es enfrentarse a una química que en vez de basarse en el centenar de elementos de la tabla de Mendeleiev, tuviera que hacerlo manejando veinte mil.
Siempre he admirado a los lexicógrafos porque soy gramático y nunca ha dejado de sorprenderme el ánimo con el que afrontaban una tarea aparentemente imposible. Se lo decía a Manuel Alvar, que fue amigo mío y con el que compartía una trayectoria generacional muy similar (ambos nacimos en Zaragoza, teníamos la misma edad, habíamos ejercido la docencia en unas cuantas universidades extranjeras y nos habíamos formado con maestros que mantenían un vínculo personal y epistemológico estrecho). Pero él se atrevió con el léxico, nada menos. El reto del léxico es tan abrumador, que, a lo largo del tiempo, el arte ha dominado sobre la ciencia, la lexicografía sobre la lexicología. Hacer un vocabulario es muy trabajoso, pero se puede intentar. Convertirlo en diccionario, implica ya un propósito de exhaustividad que complica mucho la tarea. Sin embargo, mientras nos movamos en el ámbito de la ordenación alfabética de los vocablos –que, desde luego, no es la del diccionario mental que todos tenemos en el cerebro–, se puede intentar. Por eso la lexicografía ha sido siempre un dominio de aficionados: de la misma manera que se coleccionan sellos o monedas, hay personas a las que les gusta coleccionar palabras. No es nada desdeñable, al contrario, los aficionados son bienvenidos porque aportan muchos datos valiosos. Pero el tratamiento de estos datos es tan dificultoso que, así como hay grandes escuelas de filología española en historia de la lengua o en gramática, no las había en lexicografía hasta que apareció Manuel Alvar Ezquerra. Es difícil crear escuela en un país tan cainita como España. Sin embargo, Manuel Alvar lo consiguió, sometiendo la tradición dispersa de repertorios léxicos españoles a un riguroso despojo y a un tratamiento informático de los corpus así obtenidos. Al mismo tiempo, cimentó este trabajo práctico de renovación de la lexicografía española en un sustento teórico consensuado, el cual se articuló desde dos revistas fundamentales, respectivamente teórica y aplicada: Lingüística Española Actual, que dirigía, y Español Actual, en la que colaboraba asiduamente, ambas publicadas por la editorial Arco Libros, verdadero mecenas de la filología española, que nunca podrá agradecer suficientemente a Lidio Nieto su apoyo.
Y ahora permítanme tratar una cuestión que tiene perplejos a muchos filólogos que no conocemos los entresijos de lo que llaman “la docta casa”. ¿Cómo es posible que un lexicógrafo como Manuel Alvar Ezquerra no haya entrado en la RAE, pese a haberlo intentado en dos ocasiones? Hay personas que no tienen ningún interés en formar parte de dicha institución y que, consiguientemente, no presentan su candidatura. Esto es algo habitual entre los escritores, hasta el punto de que la mayoría de los grandes autores de los siglos XIX y XX no figuran en la nómina de los elegidos. Pero que una entidad que se creó precisamente para hacer un diccionario haya sido sorda y ciega a los méritos del lexicógrafo español mejor formado de su generación resulta absolutamente sorprendente. En 1998 compitió por el sillón que había ocupado Emilio Alarcos con Darío Villanueva (quien entonces tampoco entró, aunque luego sería secretario y director) y con Fernando Fernán Gómez. Ganó el dramaturgo, que les llevaba treinta años, pues los candidatos derrotados eran todavía muy jóvenes. Nunca he entendido la obsesión de la RAE por considerar el ingreso como una especie de galardón honorífico parecido a la condición de emérito para algunos jubilados relevantes de la universidad, pero ellos sabrán. En 2009, Manuel Alvar lo volvió a intentar compitiendo con Amable Liñán, famoso ingeniero de combustión y Premio Príncipe de Asturias. Esta vez el fiasco ya fue escandaloso: ninguno de los dos lo logró y la plaza quedó vacante.
Querría insistir en la vocación lexicográfica de la RAE. Es muy conocido el arranque del prólogo del Diccionario de Autoridades:
“El principal fin que tuvo la Real Academia Española para su formación, fué hacer un Diccionario copioso, y exacto, en que se viesse la grandéza y poder de la Léngua, la hermosúra y fecundidád de sus voces, y que ninguna otra la excede en elegáncia, phrases y pureza [....] Esta obra [el Diccionario] tan elevada por su asunto, como de grave peso por su composición, la tuvo la Academia por precisa, y casi inexcusable, antes de empeñarse en otros trabajos y estudios, que acreditasen su desvelo y aplicación”.
No interpreten mis palabras como una crítica al trabajo lexicográfico de la RAE. Los académicos numerarios que practican esta especialidad son de primer nivel, pero casi caben en un taxi, lo cual, en una institución que se concibió para hacer diccionarios, parece bastante sorprendente. No obstante, las cosas han mejorado: en los últimos años el diccionario histórico ha vuelto a ponerse en marcha y la infraestructura de corpus convenientemente digitalizados ha dado un salto de gigante, rompiendo la imagen pintoresca de gente diletante que se reúne los jueves por la tarde para aprobar algunos vocablos porque les caen simpáticos. Lo que pasa es que la informatización de los datos léxicos y la lingüística de corpus constituían precisamente las aportaciones más relevantes de Manuel Alvar Ezquerra a la ciencia. Prueba de ello fueron el Diccionario Actual de la Lengua Española (Barcelona, Biblograf, 1991), en el que se modernizan radicalmente las entradas del Diccionario general ilustrado de la lengua española de la misma editorial, o el Diccionario para la enseñanza de la lengua española (1995), hecho enteramente a partir de un corpus. Tampoco es menor el ingente trabajo de investigación diacrónica que llevó a cabo en colaboración con Lidio Nieto para continuar el Tesoro lexicográfico de Samuel Gili Gaya en su Nuevo Tesoro Lexicográfico del español, s. XIV-1726, 11 vols, Arco Libros, 2007), donde se elaboran los cimientos léxicos metalingüísticos sobre los que se asienta el primer diccionario académico publicado justamente en 1726.
El propósito que subyace a la postura lexicográfica de Manuel Alvar Ezquerra es el de la modernización constante del idioma, precisamente porque en su opinión la lengua española está viva, vivísima, y no puede solazarse mirando al pasado. Lo deja claro en muchos pasajes de sus obras, por ejemplo, en la reseña de la vigésima edición del DRAE (1984), que apareció en Libros y donde dice:
“…el diccionario académico es excelente por la cantidad de voces del pasado que atesora, y menos por el reflejo que nos proporciona de la situación actual de la lengua. Son, también, muchas las deficiencias por corregir y los errores por subsanar en el futuro: sólo así seguirá vivo el diccionario, desempeñando la función que le corresponde”.
No le dejaron mejorarlo. Como tampoco se lo permitieron a otra académica fallida, María Moliner, la lexicógrafa que más claramente adelantó la postura de Manuel Alvar Ezquerra y cuyo Diccionario de uso del español cita Alvar elogiosamente más de una vez. Esta prevención hacia las posturas innovadoras no es exclusiva de la RAE, por supuesto. El problema viene de la concepción misma de las academias como organismos encargados de fijar normativamente un idioma y encuentra su modelo en el Dictionnaire de l’Académie française (1694), que es donde se inspiran todas ellas. Ello no tendría mayor importancia si esta tradición academicista, que no académica, hubiera transcurrido paralelamente a la redacción de diccionarios de uso destinados a las necesidades generales del público. Pero, como bien notó Manuel Alvar Ezquerra, no ha sido así:
“La abundancia de diccionarios de nuestra lengua, junto a la falta de obras originales se debe, ya se ha señalado en alguna ocasión, a la tradicionalidad sostenida en nuestra lexicografía, pues ningún diccionario, ni siquiera los innovadores, ha renunciado a dar cabida en su interior a la experiencia lexicográfica anterior. Hasta el momento no se ha publicado en nuestro dominio diccionario general alguno basado en una experiencia real y concreta de sus compiladores” (La lexicografía en los últimos veinte años, 1983).
Lo anterior es una verdadera desgracia porque otros idiomas europeos han tenido la suerte de poder contar con una poderosa corriente lexicográfica paralela y complementaria de las posturas normativas. En los países de nuestro entorno esto es particularmente evidente porque los diccionarios son el resultado del trabajo colectivo de muchas personas al servicio de grandes editoriales, ya sea Oxford University Press, Duden, Larousse o Garzanti. En los países hispánicos, lo más parecido era Biblograf, una editorial de Barcelona, y Arco Libros, otra de Madrid, pero el motor que animaba incansablemente sus diccionarios se llamaba Manuel Alvar Ezquerra y se ha parado. ¡Ojalá sus numerosos discípulos continúen la tarea que se había propuesto realizar! Descanse en paz.
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